jueves, 2 de abril de 2015

Los años no me pesan


Yo al principio me sentía un hombre normal. Siempre me había sentido un hombre normal. Pero no soy normal. Mucha gente me ha dicho que les gustaría ser como yo. Pero ellos no han tenido que pasar por lo que he pasado yo, y no comprenden que todo lo bueno que ofrece mi anormalidad se tiene que pagar de alguna forma. Es precisamente la gran ventaja de mi anormalidad, lo que todo el mundo desea, lo que me ha hecho sufrir.

Mi niñez nunca fue muy destacada. Sacaba las asignaturas como podía, nunca destaque por encima de los demás, ni física ni intelectualmente. Y, modestia aparte, no era por falta de actitudes. Con un poco de esfuerzo llegue a la universidad, donde conocí a mi mujer. Conseguí mi titulo universitario y me puse a trabajar. Salte de trabajo en trabajo hasta que llegué a mi empleo definitivo, con buen sueldo y un ambiente agradable. Un año más tarde me casé con mi mujer, y año y medio después nosotros tuvimos nuestro primer hijo. Fue una etapa muy feliz, que no olvidaré nunca. Mi felicidad no solo provenía de tener una familia casi perfecta, sino también del convencimiento de que era una persona normal, integrada totalmente en la sociedad. Ahora me doy cuenta de que aquella idea de ser normal tenia su origen en una noción inconsciente de la existencia de mi anomalía que me apartaba de mi concepto de normalidad.

Esa anomalía no era apreciable por nadie en mis primeros años de vida, ni siquiera yo me di cuenta. Pero sus consecuencias en la madurez son muy evidentes y traumáticas, tanto como cualquiera de las enfermedades graves que circulan por el mundo. Sera por eso quizá por lo que yo la he llamado "mi enfermedad".

Mi enfermad empezó a manifestarse a mis cuarenta años. Salía del trabajo un día cuando me crucé con un antiguo compañero de la universidad. Los dos nos alegramos de vernos y comenzamos ha hablar de los antiguos tiempos. Al cabo de un rato me hizo notar lo poco que había cambiado en tanto tiempo. Yo le dije que no bromeara, que tampoco podía ser que estuviese igual. Él pareció convencerse, diciendo que me debía teñir las canas, porque no tenía ni una. Yo le dije que nunca me había teñido el pelo. Se llevó una sorpresa, e insistió en que yo no había cambiado en absoluto. Al verlo tan convencido, comencé a preocuparme. Cuando llegué a casa me miré al espejo. Ciertamente parecía un joven de veinte años. Me examiné con más detalle. Ni una cana, ni una arruga, ni una entrada, nada que aparentara mis cuarenta años. Mire a mi esposa. Tenia la misma edad que yo, aproximadamente, y el tiempo había dejado su paso, fino y pequeño, pero observable. Aquello me extraño mucho, pero no me preocupé, pensando que las canas y la caída del cabello pronto me darían un aspecto de viejo, ademas de quebraderos de cabeza.

Los años pasaron, y mi peine estaba limpio de pelos, blancos o no. Mi aspecto no había cambiado en absoluto. No así el de mi familia. Mi mujer ya empezaba a tener achaques y mis hijos se iban de discotecas cada fin de semana. Yo seguía igual que cuando tenia veinticinco años. Incluso mis hijos me decían que podía ir con ellos de marcha, que nadie se daría cuenta de mi edad. Pero yo les decía que no, porque aquello no sería propio de una persona de mi edad. Comencé a sentir que no encajaba en la sociedad, por que no encajaba en mi propia familia. Un día a mi mujer y a mí nos presentaron a los padres de una novia de mi hijo mayor. La pobre madre, sin conocimiento de quienes eran los miembros de mi familia le pregunto a mi mujer si yo era el otro hijo, el menor. A mi mujer le entró un poco de depresión, pero a mí me dolió que mi aspecto comenzara a separarme de mi familia. Y no porque fuera grotesco, sino porque prácticamente no había cambiado.

Pasaron más años. Tuve mi primer nieto, y con él vino el miedo a que la gente me confundiera con su padre. Yo ya doblaba la edad de mis hijos y parecía su hermano. Mi mujer padecía problemas en los huesos. Yo me sentía tan sano como un deportista olímpico. Deje de trabajar, lo que me llevo una pequeña depresión. Pero no deje de trabajar por que me despidieran, sino porque yo ya había llegado a la edad de jubilación estipulado en el contrato, de ahí mi depresión. Para mí, llegar a mi jubilación y que mi aspecto fuese el mismo que cuando entré era algo que me apartaba totalmente de mi concepto de normalidad, lo que me producía un dolor insoportable. Había dejado de ser como los demás, ya irremediablemente. Ahora destacaba por algo, algo que pronto seria mi maldición.

El tiempo pasó. Mi mujer murió, de vieja. Mis nietos ya estaban en el instituto. Yo pasaba de los setenta años, pero aparentaba escasamente cuarenta. Me encontré solo, incapaz de encajar en ningún grupo. Si aprovechaba mi aspecto para estar con gente joven, me era imposible no recordar historias de cuando ellos aun no habían nacido. Si trataba de juntarme con gente mayor, me sentía un objetor de conciencia mandado ha ayudar a gente incapacitada. Un día un conocido de la televisión me imploró, más que pidió, que acudiera a un programa de una televisión local donde él trabajaba. Yo accedí porque me dijo que había gente como yo. Pensé, en un arrebato de optimismo, que se refería a gente con mi misma enfermedad. Pero en realidad se trataba de gente mayor que se sentía joven. A mí me ocurría lo contrario, era joven siendo yo viejo. No pude echarme atrás a tiempo y tuve que salir en aquel programa. Rápidamente la noticia corrió de boca en boca y pronto fui una curiosidad, un muñeco de feria. Los periodistas y los curiosos llamaban a mi puerta, preguntandome cuál era el secreto de mi eterna juventud. Yo trataba de quitarmelos de encima dando las respuestas más increíbles. Fumar, beber, hacer deporte, rezar, saltar, no dormir... Trataba como podía de esquivar a la gente. Me sentí completamente anormal. Aquello fue muy duro, todo el mundo me decía que sabia que mi vida no era fácil y que lo comprendían, pero enseguida me pedían mi secreto milagroso. No, nadie me comprendía, y dudo que nadie me comprenda jamas.

Los siguientes años trate de pasar al anonimato. Una persona me dijo una vez que debía ser emocionante poder ver el futuro, aquellos acontecimientos que ningún ser normal podía ver. A mi no me importaba demasiado el futuro. Pero aquella persona tenia razón en una cosa: podía aprovechar mi condición de aparente juventud eterna para explorar mundo. Ademas, y es lo que inclino la balanza a su favor, en el extranjero nadie sabía quien era, así que podía pasar por un simple turista. Durante años viaje por todo el mundo: las montañas del Tibet, la selva amazónica, el gran desierto australiano... Aprendí varios idiomas, bien aprendidos, porque tiempo no me faltaba.
Fue la época más feliz de todas, y la única vez en que supe aprovechar mi enfermedad, sin que esta me causara muchos problemas. Pasado un tiempo, pensé que con aquel tren de vida mi salud y mi aspecto se habrían deteriorado. Me mire al espejo y me comparé con una foto mía. Exceptuando el suave moreno que el sol australiano me dejo en la piel permanentemente, nada había cambiado. Aquello ya era demasiado increíble. Ni yo mismo habría imaginado nunca el alcance de mi enfermedad, capaz de hacerme inalterable a cualquier esfuerzo físico o exceso climatológico. Comencé a pensar que aquello era una maldición divina.

Pasé muchos años en el extranjero. Pensé que ya nadie se acordaría de mi. Al llegar a casa, me encontré con que mis hijos eran unos ancianos, y mis nietos ya se habían casado y habían tenido hijos. Aquello me recordó a mi mujer, y pensé en lo horrible que era ver como todos mis seres queridos morían... de viejos, mientras que yo estaba fresco como una lechuga. Llegó el día de mi cumpleaños, que ya no celebraba, maldecía, y gran cantidad de personas vinieron a verme, diciendome que era el abuelo del mundo. Por si no había sido suficiente trauma, me dijeron que hacía tiempo que había superado el récord, pero que no había estado localizable. Pensé que si hubiera llegado a aquellas circunstancias viejo, con artrosis, achaques y en silla de ruedas, me habría alegrado. Pero estaba en una formidable condición física, lúcido y joven. Incluso me sentí culpable porque pensaba que yo había hecho trampas, que no merecía ninguna mención o reconocimiento. Deseé incluso que alguna enfermedad tropical me hubiese impedido llegar hasta aquella situación.

Llegué a los ciento treinta años y mi aspecto era el de un cincuentón. Deje de ser una curiosidad para ser un caso excepcional que debía ser investigado por la ciencia. Al principio rechace la idea de ser un conejillo de indias, pero en el fondo tenia curiosidad por saber los orígenes de mi enfermedad, y pensé que si tenia suerte, no aguantaría alguno de los experimentos que mi imaginación, mi subconsciente esperaba que me hiciesen. Acepte ser analizado para encontrar la causa de mi enfermedad. Me esperé agujas, inyecciones, bisturis, experimentos y operaciones complicadas. Pero ya habían pasado los tiempos medioevales y una simple muestra de sangre y orina, analizados por un ordenador, fueron suficientes para encontrar el origen de mi enfermedad: una mutación genética en dos cromosomas. Según me explicaron, uno hacía que mi metabolismo eliminara de forma eficaz ciertos radicales libres que provocaban la vejez. El otro prevenía las enfermedades derivadas de la edad. Yo no lo entendí muy bien, pero al oír la palabra genético sentí un gran miedo, miedo a que mi hijos y mis nietos y biznietos pasaran por lo que yo, pero recordé la extrema vejez en la que se encontraban mis hijos, lo que demostraba que no padecían dicha enfermedad. La explicación que me dieron fue que tuve una mutación fortuita, que no se transmitía de generación en generación por no se qué incompatibilidad genética. Aquello fue un alivio para mi, porque no deseaba a nadie tener que pasar por lo que pasaba yo tal y como lo pasaba yo, solo.

Hoy ya tengo más de ciento cincuenta años. Los científicos que me atendieron todavía no encuentran explicación posible a mi mutación, pero si saben que podría seguir viviendo sin problemas más allá de los doscientos años. Mis hijos ya han muerto y mis biznietos ya han tenido hijos. Podría pasar por el hijo de mis nietos, el hermano mayor de mis biznietos y el padre de mis tataranietos. Ya no tengo tantas visitas de periodistas o curiosos, pero creo que es por que los que me conocieron ya están muertos. Ya no tengo amigos, porque estoy cansado de ir a sus funerales. He oído decir que hay millones de euros en juego en una macro porra no oficial que se ha hecho con motivo de acertar la cantidad total de años y meses que seguiré viviendo. El hecho, aunque macabro, me divierte. Sobretodo lo que me parece irónico es que medio mundo ha deseado alguna vez la inmortalidad, y cuando alguien la consigue, es decir yo, no la quiere. Nunca deseé que la naturaleza, los dioses o el azar me brindaran tal regalo, que seguro hubiese sido mejor aprovechado por otras personas mucho más importantes o inteligentes. Pero hay algo que me ha enseñado esta enfermedad y que una y otra vez he comprobado que era cierto. Cuando alguien destaca sin quererlo ni proponerlo, preferiría haber continuado siendo normal.


2 comentarios:

  1. Hombre
    Vine por el canal de Youtube, leí unos relatos y estoy impresionado
    Gran calidad, talento y originalidad

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