Yo
al principio me sentía un hombre normal. Siempre me había sentido
un hombre normal. Pero no soy normal. Mucha gente me ha dicho que les
gustaría ser como yo. Pero ellos no han tenido que pasar por lo que
he pasado yo, y no comprenden que todo lo bueno que ofrece mi
anormalidad se tiene que pagar de alguna forma. Es precisamente la
gran ventaja de mi anormalidad, lo que todo el mundo desea, lo que me
ha hecho sufrir.
Mi
niñez nunca fue muy destacada. Sacaba las asignaturas como podía,
nunca destaque por encima de los demás, ni física ni
intelectualmente. Y, modestia aparte, no era por falta de actitudes.
Con un poco de esfuerzo llegue a la universidad, donde conocí a mi
mujer. Conseguí mi titulo universitario y me puse a trabajar. Salte
de trabajo en trabajo hasta que llegué a mi empleo definitivo, con
buen sueldo y un ambiente agradable. Un año más tarde me casé con
mi mujer, y año y medio después nosotros tuvimos nuestro primer
hijo. Fue una etapa muy feliz, que no olvidaré nunca. Mi felicidad
no solo provenía de tener una familia casi perfecta, sino también
del convencimiento de que era una persona normal, integrada
totalmente en la sociedad. Ahora me doy cuenta de que aquella idea de
ser normal tenia su origen en una noción inconsciente de la
existencia de mi anomalía que me apartaba de mi concepto de
normalidad.
Esa
anomalía no era apreciable por nadie en mis primeros años de vida,
ni siquiera yo me di cuenta. Pero sus consecuencias en la madurez son
muy evidentes y traumáticas, tanto como cualquiera de las
enfermedades graves que circulan por el mundo. Sera por eso quizá
por lo que yo la he llamado "mi enfermedad".
Mi
enfermad empezó a manifestarse a mis cuarenta años. Salía del
trabajo un día cuando me crucé con un antiguo compañero de la
universidad. Los dos nos alegramos de vernos y comenzamos ha hablar
de los antiguos tiempos. Al cabo de un rato me hizo notar lo poco que
había cambiado en tanto tiempo. Yo le dije que no bromeara, que
tampoco podía ser que estuviese igual. Él pareció convencerse,
diciendo que me debía teñir las canas, porque no tenía ni una. Yo
le dije que nunca me había teñido el pelo. Se llevó una sorpresa,
e insistió en que yo no había cambiado en absoluto. Al verlo tan
convencido, comencé a preocuparme. Cuando llegué a casa me miré al
espejo. Ciertamente parecía un joven de veinte años. Me examiné
con más detalle. Ni una cana, ni una arruga, ni una entrada, nada
que aparentara mis cuarenta años. Mire a mi esposa. Tenia la misma
edad que yo, aproximadamente, y el tiempo había dejado su paso, fino
y pequeño, pero observable. Aquello me extraño mucho, pero no me
preocupé, pensando que las canas y la caída del cabello pronto me
darían un aspecto de viejo, ademas de quebraderos de cabeza.
Los
años pasaron, y mi peine estaba limpio de pelos, blancos o no. Mi
aspecto no había cambiado en absoluto. No así el de mi familia. Mi
mujer ya empezaba a tener achaques y mis hijos se iban de discotecas
cada fin de semana. Yo seguía igual que cuando tenia veinticinco
años. Incluso mis hijos me decían que podía ir con ellos de
marcha, que nadie se daría cuenta de mi edad. Pero yo les decía que
no, porque aquello no sería propio de una persona de mi edad.
Comencé a sentir que no encajaba en la sociedad, por que no encajaba
en mi propia familia. Un día a mi mujer y a mí nos presentaron a
los padres de una novia de mi hijo mayor. La pobre madre, sin
conocimiento de quienes eran los miembros de mi familia le pregunto a
mi mujer si yo era el otro hijo, el menor. A mi mujer le entró un
poco de depresión, pero a mí me dolió que mi aspecto comenzara a
separarme de mi familia. Y no porque fuera grotesco, sino porque
prácticamente no había cambiado.
Pasaron
más años. Tuve mi primer nieto, y con él vino el miedo a que la
gente me confundiera con su padre. Yo ya doblaba la edad de mis hijos
y parecía su hermano. Mi mujer padecía problemas en los huesos. Yo
me sentía tan sano como un deportista olímpico. Deje de trabajar,
lo que me llevo una pequeña depresión. Pero no deje de trabajar por
que me despidieran, sino porque yo ya había llegado a la edad de
jubilación estipulado en el contrato, de ahí mi depresión. Para
mí, llegar a mi jubilación y que mi aspecto fuese el mismo que
cuando entré era algo que me apartaba totalmente de mi concepto de
normalidad, lo que me producía un dolor insoportable. Había dejado
de ser como los demás, ya irremediablemente. Ahora destacaba por
algo, algo que pronto seria mi maldición.
El
tiempo pasó. Mi mujer murió, de vieja. Mis nietos ya estaban en el
instituto. Yo pasaba de los setenta años, pero aparentaba
escasamente cuarenta. Me encontré solo, incapaz de encajar en ningún
grupo. Si aprovechaba mi aspecto para estar con gente joven, me era
imposible no recordar historias de cuando ellos aun no habían
nacido. Si trataba de juntarme con gente mayor, me sentía un objetor
de conciencia mandado ha ayudar a gente incapacitada. Un día un
conocido de la televisión me imploró, más que pidió, que acudiera
a un programa de una televisión local donde él trabajaba. Yo accedí
porque me dijo que había gente como yo. Pensé, en un arrebato de
optimismo, que se refería a gente con mi misma enfermedad. Pero en
realidad se trataba de gente mayor que se sentía joven. A mí me
ocurría lo contrario, era joven siendo yo viejo. No pude echarme
atrás a tiempo y tuve que salir en aquel programa. Rápidamente la
noticia corrió de boca en boca y pronto fui una curiosidad, un
muñeco de feria. Los periodistas y los curiosos llamaban a mi
puerta, preguntandome cuál era el secreto de mi eterna juventud. Yo
trataba de quitarmelos de encima dando las respuestas más
increíbles. Fumar, beber, hacer deporte, rezar, saltar, no dormir...
Trataba como podía de esquivar a la gente. Me sentí completamente
anormal. Aquello fue muy duro, todo el mundo me decía que sabia que
mi vida no era fácil y que lo comprendían, pero enseguida me pedían
mi secreto milagroso. No, nadie me comprendía, y dudo que nadie me
comprenda jamas.
Los
siguientes años trate de pasar al anonimato. Una persona me dijo una
vez que debía ser emocionante poder ver el futuro, aquellos
acontecimientos que ningún ser normal podía ver. A mi no me
importaba demasiado el futuro. Pero aquella persona tenia razón en
una cosa: podía aprovechar mi condición de aparente juventud eterna
para explorar mundo. Ademas, y es lo que inclino la balanza a su
favor, en el extranjero nadie sabía quien era, así que podía pasar
por un simple turista. Durante años viaje por todo el mundo: las
montañas del Tibet, la selva amazónica, el gran desierto
australiano... Aprendí varios idiomas, bien aprendidos, porque
tiempo no me faltaba.
Fue
la época más feliz de todas, y la única vez en que supe aprovechar
mi enfermedad, sin que esta me causara muchos problemas. Pasado un
tiempo, pensé que con aquel tren de vida mi salud y mi aspecto se
habrían deteriorado. Me mire al espejo y me comparé con una foto
mía. Exceptuando el suave moreno que el sol australiano me dejo en
la piel permanentemente, nada había cambiado. Aquello ya era
demasiado increíble. Ni yo mismo habría imaginado nunca el alcance
de mi enfermedad, capaz de hacerme inalterable a cualquier esfuerzo
físico o exceso climatológico. Comencé a pensar que aquello era
una maldición divina.
Pasé
muchos años en el extranjero. Pensé que ya nadie se acordaría de
mi. Al llegar a casa, me encontré con que mis hijos eran unos
ancianos, y mis nietos ya se habían casado y habían tenido hijos.
Aquello me recordó a mi mujer, y pensé en lo horrible que era ver
como todos mis seres queridos morían... de viejos, mientras que yo
estaba fresco como una lechuga. Llegó el día de mi cumpleaños, que
ya no celebraba, maldecía, y gran cantidad de personas vinieron a
verme, diciendome que era el abuelo del mundo. Por si no había sido
suficiente trauma, me dijeron que hacía tiempo que había superado
el récord, pero que no había estado localizable. Pensé que si
hubiera llegado a aquellas circunstancias viejo, con artrosis,
achaques y en silla de ruedas, me habría alegrado. Pero estaba en
una formidable condición física, lúcido y joven. Incluso me sentí
culpable porque pensaba que yo había hecho trampas, que no merecía
ninguna mención o reconocimiento. Deseé incluso que alguna
enfermedad tropical me hubiese impedido llegar hasta aquella
situación.
Llegué
a los ciento treinta años y mi aspecto era el de un cincuentón.
Deje de ser una curiosidad para ser un caso excepcional que debía
ser investigado por la ciencia. Al principio rechace la idea de ser
un conejillo de indias, pero en el fondo tenia curiosidad por saber
los orígenes de mi enfermedad, y pensé que si tenia suerte, no
aguantaría alguno de los experimentos que mi imaginación, mi
subconsciente esperaba que me hiciesen. Acepte ser analizado para
encontrar la causa de mi enfermedad. Me esperé agujas, inyecciones,
bisturis, experimentos y operaciones complicadas. Pero ya habían
pasado los tiempos medioevales y una simple muestra de sangre y
orina, analizados por un ordenador, fueron suficientes para encontrar
el origen de mi enfermedad: una mutación genética en dos
cromosomas. Según me explicaron, uno hacía que mi metabolismo
eliminara de forma eficaz ciertos radicales libres que provocaban la
vejez. El otro prevenía las enfermedades derivadas de la edad. Yo no
lo entendí muy bien, pero al oír la palabra genético sentí un
gran miedo, miedo a que mi hijos y mis nietos y biznietos pasaran por
lo que yo, pero recordé la extrema vejez en la que se encontraban
mis hijos, lo que demostraba que no padecían dicha enfermedad. La
explicación que me dieron fue que tuve una mutación fortuita, que
no se transmitía de generación en generación por no se qué
incompatibilidad genética. Aquello fue un alivio para mi, porque no
deseaba a nadie tener que pasar por lo que pasaba yo tal y como lo
pasaba yo, solo.
Hoy
ya tengo más de ciento cincuenta años. Los científicos que me
atendieron todavía no encuentran explicación posible a mi mutación,
pero si saben que podría seguir viviendo sin problemas más allá
de los doscientos años. Mis hijos ya han muerto y mis biznietos ya
han tenido hijos. Podría pasar por el hijo de mis nietos, el hermano
mayor de mis biznietos y el padre de mis tataranietos. Ya no tengo
tantas visitas de periodistas o curiosos, pero creo que es por que
los que me conocieron ya están muertos. Ya no tengo amigos, porque
estoy cansado de ir a sus funerales. He oído decir que hay millones
de euros en juego en una macro porra no oficial que se ha hecho con
motivo de acertar la cantidad total de años y meses que seguiré
viviendo. El hecho, aunque macabro, me divierte. Sobretodo lo que me
parece irónico es que medio mundo ha deseado alguna vez la
inmortalidad, y cuando alguien la consigue, es decir yo, no la
quiere. Nunca deseé que la naturaleza, los dioses o el azar me
brindaran tal regalo, que seguro hubiese sido mejor aprovechado por
otras personas mucho más importantes o inteligentes. Pero hay algo
que me ha enseñado esta enfermedad y que una y otra vez he
comprobado que era cierto. Cuando alguien destaca sin quererlo ni
proponerlo, preferiría haber continuado siendo normal.
Hombre
ResponderEliminarVine por el canal de Youtube, leí unos relatos y estoy impresionado
Gran calidad, talento y originalidad
Ídem.
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